viernes, noviembre 17, 2006

Misael Tamayo, el periodista número once

jenaro villamil

México, D.F., 16 de noviembre (apro).- El viernes de la semana pasada, el cuerpo de Misael Tamayo, director del periódico guerrerense El Despertar de la Costa fue encontrado en un cuarto de hotel, a las 7:30 de la mañana, con las manos atadas a la espalda con su propio cinturón, cubierto con una sábana su cuerpo semidesnudo y con huellas de pinchazos en uno de los antebrazos. Su muerte elevó a siete la trágica lista de periodistas asesinados tan sólo este año y a once el total de trabajadores de la información ultimados en este sexenio.

El asesinato de Tamayo se suma a uno de los expedientes más ominosos que deja este gobierno: la impunidad como norma en la mayoría de los crímenes a periodistas, a pesar de la creación de una fiscalía especial, de decenas de pronunciamientos del gremio para frenar la ola de violencia y de promesas vagas del foxismo para respetar un oficio que de siempre le resultó incómodo a una clase política que menosprecia el “círculo rojo” y, en especial, a los medios impresos.

La impunidad es la otra cara de la moneda que agrava el silenciamiento de reporteros y periódicos, en especial, los de provincia. La impunidad marca el nivel de avance del crimen organizado, frente a un Estado derrotado ante los poderes del dinero y de la droga; ante la evidente corrupción de los cuerpos policíacos y sus protectores políticos en los municipios y estados del “triángulo de oro” del narcotráfico. Ya no pagan para callar. Ahora matan para silenciar y, sobre todo, para intimidar a los demás periodistas y periódicos que, en muchos casos, han optado por la autocensura, el cierre o el repliegue.

No en balde, cada vez son menos quienes se atreven a mencionar a Los Zetas, a “El Chapo” Guzmán, al cartel de Sinaloa o a Osiel Cárdenas en aquellas entidades donde hablar de ellos es ganarse el pase automático a la muerte.

Tan sólo en Tamaulipas asesinaron a cuatro periodistas en este sexenio y en la mayoría de los casos se optó por expedientes donde las víctimas se convertían en los principales sospechosos de su destino. Especialmente grotesca fue la actuación de las autoridades ministeriales en el caso Roberto Mora García, editor de El Mañana, de Nuevo Laredo.

En Sonora, el caso de Alfredo Jiménez Mota, reportero de El Imparcial, se convirtió en una causa para los medios afiliados a la Sociedad Interamericana de Prensa, sin que hasta ahora el gobierno de Fox responda con una investigación creíble. Ni qué decir de la grave situación en Tijuana, donde Francisco Javier Ortiz Franco, editor del semanario Zeta, pagó con su vida la osadía de vincular a los cárteles con el clan Hank Rohn.

Por cada uno de los once crímenes ocurridos en este sexenio se suman decenas de agresiones, intimidaciones y denuncias contra reporteros; y atentados a medios impresos.

Basta recordar el ominoso caso del periódico Noticias en Oaxaca, que ha sobrevivido a la barbarie institucionalizada del dúo José Murat-Ulises Ruiz; o el bombazo reciente contra el periódico yucateco Por Esto!, más una larga lista de periodistas que han sido presionados para revelar sus fuentes –existe una lista de 15 a nivel federal y más de 30 en los estados-- o denunciados por “daño moral” al atreverse a documentar las corruptelas de la familia presidencial, como en el caso de Olga Wornat y de la revista Proceso, y la serie de irregularidades en torno Lydia Cacho que se atrevió a documentar en Los Demonios del Edén a una de las mafias más peligrosas con crecimiento exponencial en Cancún y en todo el país: la de la explotación sexual infantil con poderosos padrinos políticos.

Misael Tamayo fue un informador con prestigio en Guerrero. Un día antes, en columna “Al descubierto” denunció corruptelas en el servicio de agua potable e informaciones vinculadas a las redes del narcotráfico en su entidad.

Guerrero junto con Michoacán ha sido escenario de una oleada de decapitaciones, tiroteos y venganzas entre cuerpos policiales y narcotraficantes que apuntan a la derrota del Estado mexicano frente a la reactivación del pleito por los carteles.

Sólo el activo monitoreo de organizaciones como Reporteros sin Fronteras, con sede en París, el Club de Periodistas o de redes periodísticas como el CEPET; o los pronunciamientos de los dueños de periódicos afiliados a la SIP, así como la creciente indignación y solidaridad del gremio periodístico han evitado que hagan invisibles estos casos.

La batalla, desgraciadamente, no la han ganado los periodistas, sino el crimen organizado que en cada uno de los delitos cometidos manda su mensaje ominoso: la conjura del silencio y del miedo.

Es el otro rostro, crudo y verídico, de un sexenio que aún pretende vendernos spots de autopromoción frente al desastre de una transición abortada.

Email: jenarovi@yahoo.com.mx

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