miércoles, enero 02, 2008

Un nuevo frente en México

Un nuevo frente en México
La violencia del narcotráfico contra el periodismo se ha extendido al estado de Michoacán. Al menos dos periodistas han perdido sus vidas
Mónica Campbel


Los cuchillos ya no presionaban su abdomen. Ya no sentía el cañón del arma sobre su cabeza. Pero Antonio Ramos seguía inmóvil debajo del cielo oscuro, con un suéter todavía sobre su cabeza. “No recuerdo cuánto tiempo permanecí arrodillado en el suelo”, señala. “Escuché que el carro se alejaba, pero no estaba seguro si estaba sólo o si alguien permanecía allí listo para dispararme”. Al final, Ramos se paró, y se encontró en un campo con las luces de Apatzingán brillando a unos kilómetros de distancia.

El secuestro había ocurrido más temprano esa tarde, el 22 de mayo del 2006. Ramos, un experimentado periodista de Apatzingán, una ciudad pequeña en el estado central de Michoacán, había cerrado la transmisión de su programa de televisión diario. Como en otros informes de esa época, su programa detalló la ola de violencia que sacudía a México, especialmente a Michoacán, mientras los carteles de la droga luchaban por el territorio. Ramos salió del edificio y cuando se acercaba a su carro sujetos armados lo atraparon y lo metieron en una camioneta. Conocían todo sobre Ramos y su familia y le advirtieron que “pagarás en el infierno” si continuaba con su tarea informativa. Días antes, Ramos había recibido un mensaje similar a través de un llamado anónimo en la estación de radio. Esto le molestaba, pero Ramos continuaba con su trabajo. Desde el secuestro, sin embargo, Ramos teme por su seguridad y el futuro del periodismo en México. “Aún tengo la visión romántica del reportero tratando de descubrir injusticias”, asegura Ramos. “Pero me pregunto cómo vamos a continuar con el trabajo bajo amenaza”.

Sus temores parecen estar bien fundamentados. En México, uno de los países más peligrosos para los periodistas en el mundo, Michoacán se ha unido a los estados del norte como Baja California, Chihuahua y Tamaulipas, donde periodistas han muerto o han sido brutalmente golpeados por cubrir el tráfico de drogas y las actividades de los carteles del Golfo y de Sinaloa. Ansiosos por proteger sus beneficios y la plaza, como se conoce el mercado de la droga, los narcotraficantes están dispuestos a hacer un ejemplo con los periodistas de investigación por medio de asesinatos, golpes y amenazas.

El peligro creciente se debe principalmente a la batalla sangrienta entre los dos carteles que se ha extendido hacia el sur, a los estados centrales de Michoacán y de Guerrero, junto a los estados sureños de Veracruz, Tabasco y Quintana Roo. Con las rutas claves del tráfico de drogas hacia los Estados Unidos en juego, la guerra entre los poderosos grupos criminales ha alcanzado niveles de violencia sin precedentes en gran parte de México durante los últimos tres años. Tal violencia dejó más de 2 mil personas muertas en el país el año pasado. En la primera mitad del año 2007, se estima que la guerra del narcotráfico ha arrojado un saldo de 1.400 muertos, según Reforma, uno de los diarios líder en Ciudad de México. La situación tiene a los analistas comparando el desafío que afronta México al que se opuso Colombia a fines de los ’80 y principio de los ’90, cuando el narcoterrorismo amenazaba la estabilidad del gobierno.

La violencia ha crecido en brutalidad, con ejecuciones conducidas a plena la luz del día y decapitaciones que se vuelven más comunes. El 25 de octubre del 2006, varios hombres armados con uniformes militares irrumpieron en el club nocturno Sol y Sombra en Uruapán, una ciudad al este de Michoacán conocida por la cosecha del aguacate. Mientras que la multitud contemplaba la escena, los sujetos depositaron cinco cabezas humanas sobre el piso de la pista de baile. La policía interpretó el horrendo acto como un mensaje del cartel de la droga del Golfo al grupo de narcotraficantes del cartel de Sinaloa. Violencia del mismo estilo se ha manifestado en la ciudad de Apatzingán, a pocas horas en carro al sudoeste de Uruapán. De hecho, el crimen ha cambiado la imagen de Apatzingán al grado que ahora es conocida tanto por la violencia del narcotráfico como por ser el lugar en dónde los líderes revolucionarios de México se reunieron casi 200 años atrás para realizar el borrador de la primera constitución del país.

A principios de diciembre del 2006, apenas una semana después de haber asumido el gobierno, el Presidente Felipe Calderón desplegó miles de soldados en Michoacán y otros estados invadidos por la violencia del narcotráfico. En la actualidad, los militares asumen con regularidad un rol en la lucha contra el crimen en las ciudades pequeñas de México, inspeccionando casas, patrullando las calles y supervisando puntos de control. En el campo, erradican las plantaciones de marihuana y heroína. No ha sido fácil. El 7 de mayo, cinco meses después de la embestida del gobierno contra los carteles de la droga, un enfrentamiento fatal entre militares y supuestos narcotraficantes que incluyó el uso de AK-47 “cuernos de chivo” y granadas estalló afuera de una escuela primaria en Apatzingán. La eficacia a largo plazo de esta campaña sigue siendo una incógnita, aunque desde junio se ha verificado un período de calma en medio de tanta violencia. La mayoría de los analistas de seguridad atribuyen la calma a un alto el fuego entre los carteles de la droga, que se habría establecido entre los líderes de los carteles del Golfo y de Sinaloa. Es una tregua que podría terminar en cualquier momento.

Para los reporteros en Michoacán, y en otras zonas rurales de México, en donde los carteles han impuesto la violencia, el ambiente sigue siendo tenso. Este año, al menos 20 periodistas en el estado han sido levantados o secuestrados por hombres armados que presuntamente pertenecían a las fuerzas de seguridad o a los grupos organizados, según Apro, un servicio de noticias del semanario Proceso de Ciudad de México. Los periodistas son frecuentemente amenazados y en ocasiones golpeados. Enfrentan el peligro real de ser asesinados o “desaparecidos”. Los periodistas de investigación son blancos comunes, pero también los editores y reporteros de información general. “El riesgo nos afecta a todos”, sostiene Amada Prado, de 37 años, veterana periodista de La Opinión en Apatzingán. A principios de año, el periódico instaló un sistema de video en sus oficinas. Según Prado, “su asociación con el periódico puede ser razón suficiente para que los criminales ataquen”.

A pesar de todo, los ataques directos contra periodistas, particularmente aquellos que trabajan para pequeñas organizaciones de noticias, casi pasan desapercibidos en Michoacán. Un ejemplo es la escasa cobertura brindada a la muerte de Jaime Arturo Olvera Bravo, quien fue baleado a quemarropa el 9 de marzo del 2006, mientras esperaba con su hijo de cinco años en la parada del autobús en la ciudad La Piedad de Michoacán. El periodista freelance de 39 años, ex empleado del diario La Voz de Michoacán, había informado con regularidad sobre la corrupción de la policía local. El Procurador del Estado indicó a los periodistas locales que la investigación del asesinato no encontró ningún vínculo entre el trabajo de Olvera y su muerte. Después de la cobertura inicial del caso, la muerte de Olvera recibió muy poco seguimiento en la prensa. En gran parte, ese tipo de noticia desaparece del radar de la prensa nacional. A nivel local, a los colegas de Olvera les preocupa que el trabajo informativo agresivo sobre éstos crímenes generen ataques similares. El seguimiento que se le brinda a las investigaciones de la policía es apático. “Ninguno de estos crímenes se resuelve”, señala un veterano periodista en Michoacán que conocía a Olvera y habló desde el anonimato, porque él mismo ha recibido varias amenazas por su labor informativa cubriendo la fuente policial. “¿Cómo puede haber una verdadera investigación si existen tantos intereses especiales entre la policía y los criminales? Se percibe con fuerza que los que están en el poder preferirían que los periodistas que hacen bien su trabajo desaparezcan”.

También hay poco seguimiento en el caso de José Antonio García Apac, editor de Ecos de La Cuenca en Tepalcatepec, un periódico local. En la tarde del 20 de noviembre del 2006, García paró su vehículo para hacer un llamado a su familia cuando iba de regreso para su hogar en Morelia, la capital del estado. Mientras que hablaba por teléfono con su hijo, García escuchó a varios hombres pidiendo que se identificara. Le ordenaron que cortara la comunicación. Antes de cortarse la línea, se escucharon los gritos de García mientras era arrastrado. Nadie ha visto al periodista, de 55 años y padre de seis hijos, desde entonces.

La esposa de García, Rosa Isela Caballero, ha reclamado una investigación rigurosa sobre la desaparición de su marido, pero las autoridades dicen que no tienen ninguna pista. Pesimista y con poca esperanza que el caso se resuelva, Caballero planea solicitar que a su marido se lo declare legalmente muerto.

García, apodado “El Chino”, informaba con frecuencia sobre el crimen organizado en Michoacán. Caballero recuerda que en febrero del 2006, García compiló una lista de funcionarios del estado de Michoacán, incluyendo oficiales de la policía, que él creía estaban vinculados a grupos criminales. Llevó la lista a sus fuentes en la unidad que investiga el crimen organizado en la Ciudad de México para corroborar su información, una jugada que pudo haber fracasado y algunos creen tiene relevancia en la desaparición de García. “Le dije que frenara la investigación, que estaba poniendo su vida en peligro”, dice Caballero. “Pero el periodismo era su pasión”.

A pesar de la ausencia de García, Ecos de la Cuenca en Tepalcatepec sigue circulando, aunque ahora es bimensual en lugar de semanal. “No hemos perdido el ritmo de trabajo”, asegura Caballero, 49, quien ahora supervisa el periódico. En la parte superior del costado derecho de cada edición, hay una foto de García tamaño pasaporte, con un epígrafe exigiendo que su caso se resuelva. Caballero señala que a sus hijos les preocupan que su perfil creciente de activista ponga su vida en peligro. “Me doy cuenta de ello”, admite. “Pero mi marido empezó con el diario y lo mantuvo durante tantos años. El querría que yo continuara”.

Mientras tanto, noticias sobre amenazas contra la prensa regional recorren Michoacán. “Nuestros colegas que informan en las zonas más alejadas del estado son quienes más nos preocupan”, afirma Sergio Cortés Eslava, un periodista de 43 años quien trabaja en Quadratín, una agencia de noticias local radicada en Morelia. Él lo sabe bien. En la tarde del 14 de noviembre del 2006, hombres armados obligaron a Cortés y al fotoperiodista Alberto Torres a abandonar su carro mientras salían del remoto pueblo de montaña Aguililla, en un área conocida como tierra caliente. Los periodistas acababan de cubrir la muerte de seis oficiales de policía en una supuesta emboscada cerca de allí. Cortés y Torres fueron trasladados a un carro negro, con ventanas polarizadas, y conducidos por un camino de tierra. Fueron interrogados sobre su trabajo durante casi una hora y después liberados. “Nos dijeron que nos dejarían ir por ahora”, indica Cortés, “pero que tuviéramos cuidado con lo que escribíamos. Nos dijeron que el área no era segura”. Denunció el incidente al representante de derechos humanos del estado. Le ofrecieron protección policial, pero Cortés la rechazó. “La desconfianza hacia la policía es muy fuerte”, señala Cortés.


Algunos periodistas han escrito editoriales acerca del ambiente cada vez más peligroso como forma de crear conciencia sobre la falta de libertad de prensa en México. El día después de su secuestro en mayo del año pasado, Antonio Ramos envió una carta al gobernador de Michoacán y al entonces Presidente Vicente Fox en la que alertaba sobre las amenazas contra periodistas y la determinación del crimen organizado y los narcotraficantes para silenciarlos “a toda costa”. Pero un apoyo masivo de la política a la prensa todavía no aparece.

En febrero del 2006, en base a una propuesta efectuada por el CPJ, el gobierno de Fox designó un procurador especial para crímenes contra la prensa. Pero la procuraduría carece de jurisdicción para realizar investigaciones exhaustivas y puede intervenir en casos de homicidio sólo si las autoridades estatales lo requieren. Los crímenes relacionados con el narcotráfico están fuera de su órbita, porque caen bajo la jurisdicción de la división del crimen organizado del Procurador General de la República. El presidente Calderón considera que los peligros que enfrentan los periodistas son “inaceptables”, pero no se han registrado cambios en la legislación para darle más poder investigativo a la oficina del procurador especial de delitos contra la prensa.


A nivel local, algunos políticos prefieren minimizar los peligros que enfrentan los periodistas. “No estoy seguro de qué se quejan los periodistas”, afirma Genaro Guízar Valencia, un congresista que se está postulando para alcalde de Apatzingán este año. “Puedo viajar por el estado sin ningún problema. Pero entonces otra vez, puede ser que yo no sea una amenaza para ciertos grupos. Si alguien plantea una amenaza, las cosas se complican”.

Los periodistas que tienen una línea independiente también tienen poco apoyo político. Raymundo Reyes, editor de Z de Zamora, un pequeño diario alternativo en el norte de Michoacán, ha sufrido varios golpes financieros por mantener la posición independiente de su periódico. Junto a la cabecera, una nota a los lectores indica que el diario prohíbe a sus periodistas aceptar cualquier forma de pago que pueda comprometer su trabajo. Editoriales pagos y anuncios políticos son indicados como tales –una regla no siempre seguida por las publicaciones pequeñas de México-, que sobreviven en gran parte sobre la base de los avisos políticos. El gobierno del estado todavía anuncia en el periódico, pero el gobierno municipal ha cortado la publicación de avisos desde hace un tiempo. “Nos presionan los políticos locales para cambiar nuestras políticas, pero no aflojaré”, asegura Reyes. En consecuencia, el periódico queda marginado. Los periodistas tienen problemas para conseguir entrevistas con funcionarios o recibir aviso sobre reuniones municipales. “Somos marginados”, reconoce Reyes. “¿Piensa que los funcionarios estarán a nuestro lado si algo le sucede a uno de nuestros reporteros? De ninguna manera”.

Rafael Gomar, reportero político de Z de Zamora desde hace 16 años, está de acuerdo. “Si se pega a su ética y rechaza el chayote, apenas puede vivir del periodismo en la zona rural de México”, declara Gomar, que tiene un lavadero para complementar los 1.300 pesos (120 dólares estadounidenses) que recibe como semanal en el diario. El chayote es el nombre que se le da en México a los pagos que los periodistas reciben de los políticos, la policía y las organizaciones del crimen organizado para actuar como caja de resonancia o silenciar ciertas noticias. “La mayoría de las veces”, admite Gomar, “se paga para no informar”.

Los reporteros en Michoacán sostienen que el chayote divide a la prensa. “Antes, teníamos grupos y asociaciones de periodistas en Michoacán”, destaca un periodista de Morelia que habló desde el anonimato para evitar crear tensión entre sus compañeros. “Pero empezaron a romperse cuando diferentes grupos comenzaron a comprar ciertos reporteros. Se sabe quiénes son cuando se los ve caminar con billetes de cien dólares en sus billeteras y con carros nuevos”.

La policía también tiene aliados poco confiables. Uno de los secretos conocidos en México es que el crimen organizado corrompe a la policía. En muchos casos, las alianzas entre los dos grupos incluyen a oficiales de policía muy mal pagos (cuyo sueldo mensual promedio es 4.200 pesos o 375 dólares estadounidenses) que aceptan sobornos a cambio alertar a los carteles sobre controles en las carreteras o para facilitar el paso del contrabando. “La corrupción ocurre cuando se trata con algunos de los grupos criminales más ricos del mundo”, señala un investigador del estado de Michoacán que habló desde el anonimato por razones de seguridad. “No hay operación del gobierno que pueda revertir esta realidad”.

Incapaces de confiar en el gobierno o en la policía, los periodistas en Michoacán ahora ejercen lo que han practicado muchos de sus colegas a lo largo de la frontera norte durante años: la autocensura. “La época en la cual se investigaban crímenes, averiguando quién lo hizo y porqué, ya pasó”, afirma Ramos. La regla básica es simple: no molestar a los malos. Eso significa omitir nombres completos y apodos. Los asesinatos al estilo ejecuciones, comunes en todo México, no se pueden vincular a un grupo criminal en particular. Y publicar fotos de una escena de crimen esta prohibido. “Si publicamos un informe sobre crimen –y con frecuencia evitamos publicar ciertos artículos-, apenas incluimos los datos más básicos: el nombre de la víctima, donde lo encontraron y cuando”, indica Reyes.

De hecho, no se trata que el periodista tenga el coraje de investigar a fondo. “La autocensura se considera hoy una forma legítima de protección”, según Leonarda Reyes del Centro de Periodismo y Ética Pública (CEPET), que promueve el periodismo independiente, la transparencia, e iniciativas para combatir la corrupción. Reyes no cree que la situación vaya a cambiar en el futuro cercano. “Mientras siga existiendo una fuerte demanda de drogas en Estados Unidos, estos grupos criminales continuarán en posiciones de poder”, sostiene Reyes (no tiene relación con el periodista). De hecho, los carteles mexicanos son considerados los principales distribuidores de cocaína en el mundo, según el informe del Departamento de Estado norteamericano sobre la Estrategia Internacional de Control de Narcóticos (INCSR), publicado en marzo 2007. México es también el proveedor más grande de marihuana a Estados Unidos, así como el mayor proveedor de metamfetamina.


Hasta no hace mucho, los periodistas como Ramos y Cortés no se preocupaban tanto. Por el contrario, los reporteros que cubrían la fuente policial en Michoacán tenían una ventaja al cubrir su estado. Conocían a los políticos, a los policías y a los criminales. Tenían desayunos de trabajo en algunos cafés, tomaban tequila en las mismas cantinas y jugaban fútbol con los policías. Incluso acercarse a los narcotraficantes era posible si concurrían a las carreras de caballos, que en ocasiones organizaban los carteles.

Pero esos tiempos ya pasaron. Este ambiente nocivo ha convencido a algunos reporteros de abandonar la profesión. Los periodistas en Michoacán estiman que cerca de un cuarto de sus colegas han dejado el periodismo en los últimos tres años. Y como en otras partes de México, algunos reporteros se han trasladado a otro estado o han abandonado el país. Los periodistas que permanecen en Michoacán no ven ninguna razón para tomar riesgos. “Tenemos nuestras raíces acá”, afirma Prado, el reportero en Apatzingán. “No nos lanzamos en paracaídas, publicamos y nos vamos. Vivimos aquí con nuestras familias, y la única manera de tener una vida normal es protegerse no escribiendo sobre ciertas cosas. Aquellos que eligieron denunciar están llenando el cementerio”.

Monica Campbell es una periodista independiente y consultora del CPJ radicada en la Ciudad de México. Campbell condujo esta misión de investigación en Agosto. Su última públicación para la revista Dangerous Assignments analiza el asesinato sin resolver del documentalista independiente estadounidense Bradley Roland Will, en el 2006.

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